martes, 29 de marzo de 2011

Producto.


A fuerza de leer recetas, de cocinar, de combinar y de probar preparaciones y fórmulas perdemos algunas veces la relación más directa y atávica con el producto en sí mismo.

Entonces sobreviene la nostalgia de la simplicidad y volvemos a los orígenes para elaborar platos cuya principal característica es el respeto al producto, a su sabor y a sus características básicas. Respeto asimismo al procedimiento y a los ingredientes que intervienen en la preparación.

Pienso ahora mismo en un sencillo arroz hervido, por ejemplo. Recuerdo concretamente el arroz que compraba a una “pagesa” del delta del Ebro que lo vendía los sábados en el mercado de Sant Carles de la Ràpita. Al no estar lavado ni barnizado como los arroces envasados desprendía al cocerlo una importante cantidad de almidón. El resultado era denso, suave y amoroso. Me limitaba a hervirlo con un ajo y una cebolla cortada en juliana. El agua justa, hojita de laurel y un poco de sal, fuego amigo y dejarlo cocer hasta más allá del punto que recomiendan los puristas. Era delicioso tomarlo con el líquido de cocción, acompañado de un huevo crudo batido e incorporado en el último momento junto a un chorrito de muy buen aceite. O con una rodaja de merluza hervida a parte. O hervido el arroz con el agua en la que la merluza se había cocido.

Otro portento de evocación son las “mongetes del ganxet” o sus hermanas menos aristocráticas. Hervidas sin prisa alguna y según los cánones, servidas y aliñadas con una cebolleta cruda, picada y subrayada por un generoso chorro de aceite de oliva virgen. En Catalunya esta preparación se facilita comprando las judías cocidas el mismo día en las tradicionales “mongeteries” y acondicionándolas en casa del modo que he sugerido, que es a su vez el más clásico, escueto y esencial.

La sopa de tomillo, ya referenciada en este lugar, es también un prodigio de sencillez y de retorno a las esencias. Agua, tomillo, ajo, pan del día anterior, aceite.

Algunos pescados hervidos –pienso en la ya mencionada merluza y en el rape- cocidos en agua con una hoja de laurel y un poco de sal y sacados del fuego en su punto justo de cocción para respetar textura y sabor. Media vuelta de molinillo de pimienta y chorro de aceite. Nada más.

Los mejillones abiertos al vapor y aliñados en el fumet que han dejado en el recipiente, ligado con buen aceite.

Las acelgas tratadas con respeto –no cocidas hasta la humillación- y degustadas sin otro maquillaje que nuestro aceite.

Pienso también en las sardinas llamadas “de la costa”, una semi salazón poco conocida, baratísima y muy sabrosa. Las escamo, las limpio de intestinos, elimino la cabeza, la espina central y otras espinas molestas, las tengo dos o tres horas en aceite y unas briznas de tomillo y las sirvo junto a unas rodajas de patata hervida. Todo ello aliñado con el aceite de maceración.

Si quiere unir lo sencillo al privilegio y a las mejores sensaciones –y siempre que esa voluntad coincida con los meses de febrero y marzo- hágase con una o dos trufas negras frescas –las de bote no sirven- lávelas a conciencia bajo el chorro de agua y córtelas en rodajas muy finas sin llegar por ello al extremo del papel de fumar.

Hierva dos o tres patatas –de preferencia rojas o gallegas- conviértalas en rodajas de más de un centímetro de grosor, distribuya sobre ellas la trufa, aliñe con sal de grano medio y un poco de pimienta negra, riegue con el mejor aceite y dispóngase a sentir bajo el diente el crujido de las láminas de trufa mientras su aroma se cuela por los más insospechados rincones del organismo. Si las trufas han dado cuarenta gramos en la balanza –es un suponer- habrá invertido menos de treinta euros en un plato extraordinario que recordará y echará de menos hasta la próxima temporada trufera.

¡Dése una alegría, venga!


Pierre Roca

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