domingo, 25 de marzo de 2012

Comer, compartir.

Los solitarios convencidos, circunstanciales, accidentales o endémicos lo sabemos muy bien: comer solo es a veces agradable, es casi siempre práctico y sobre todo es rápido. Pero no es ni de lejos la mejor opción.

En mi caso la diferencia empieza con la elección del menú. Si es para mí solo comienzo por repasar el inventario de nevera y congelador. Si me apetece algún producto en especial, por ejemplo pescado fresco, la comida empieza a planificarse por la mañana, habilitando un espacio de tiempo para ir al mercado, aunque lo normal es organizar el condumio a partir de las reservas, que en esta casa son considerables en cantidad y variedad, utilizar técnicas y procedimientos entre lo casero y lo profesional y conseguir con todo ello una comida más que decente.

Pero no es la mejor opción.

Lo suyo, lo deseable y lo apetecible, lo reconfortante, lo sano es comer junto a alguien. Compartir la comida –o la cena o el desayuno- con quien asienta o discrepe, con quien aporte sensibilidad, conocimientos, las noticias de la calle o el último chascarrillo, la comidilla, lo que se dice y se cuenta, lo que casi nadie sabe o lo que todo el mundo comenta. Lo sucedido o lo que ocurrirá en breve.

Ayer sábado comí así en casa de uno de mis primos. Seis en la mesa. Seis participando del ritual de los “calçots”, de la salsa, prima hermana del popular “romescu”, y de las manos ennegrecidas por la piel carbonizada de esa sabrosa variante de la cebolla. Seis brindando, hablando atropelladamente, riendo, opinando, abundando o discrepando. Seis devorando alcachofas y patatas asadas en el fuego de leña de roble, engullendo “butifarres” o pollo o conejo, untando pan en el allioli y probando la ensalada, deliciosa, por placer y por aquello de la dietética.

Tomamos los postres, el café y la copa alrededor de la tele y del fútbol, ganó nuestro equipo y luego vimos ganar al rival de toda la vida. Y a casa, a dormir los excesos y levantarme esta mañana con algo más de normalidad en la piel. Que no es poco.

Recuerdo así comidas de la infancia, otras con mis compañeras de trayecto, con mis hijos, con amigos, con gente vinculada a mi trayectoria profesional e incluso con gente a la que apenas conocía. Comidas fastuosas o sencillas, en alguna casa o en restaurantes o improvisadas en un rincón de la barra de cualquier bar. Cenas deliciosas en compañía de conocidos mucho más sabios que yo o desayunos de tenedor y mantel de inacabable sobremesa. Resopones románticos en espacios decadentes.

Recuerdo nombres de mujer, ocasiones, hijas e hijos, familiares, amigos, ambientes cálidos, entrañables e incluso emocionantes. Locales, naves industriales, merenderos, comedores íntimos, cocinas, terrazas y jardines. Celebraciones por todo lo alto o simplemente la celebración de la vida, del momento, de un día soleado o de una noche lluviosa o de un trabajo concluído.

Les dejo para comerme un arroz de conejo que he ido haciendo mientras escribía.

Solo, por supuesto.


Pierre Roca