La mayoría
de aglomeraciones urbanas del mundo nominan sus calles recordando a los héroes
locales, provinciales o estatales, dando así lugar a aburridas repeticiones que
demuestran la escasa –o nula- imaginación de las sucesivas generaciones de
ediles.
Algunas, incluso,
llevan la carencia de ideas hasta la numeración pura y dura.
Empezando
por lo que tengo más a mano, en Catalunya se suceden hasta el hartazgo las
“avingudes de l’Estatut de Catalunya”, las calles dedicadas al arquitecto Gaudí
o las plazas a mayor gloria de la propia Comunidad o de Sant Jordi o de la
virgen de Montserrat.
En el
estado español son incontables las calles, avenidas, plazas o callejones que
ostentan el nombre del descubridor Cristóbal Colón o de alcaldes cuya gestión
se admira o de santos, vírgenes y otras categorías de notables de carácter religioso.
Recordemos asimismo las numerosas vías dedicadas a generales, coroneles,
capitanes e incluso, en Barcelona, a un subteniente que respondía al apellido
de Navarro y de quien ignoro los merecimientos.
El
callejero, salta a la vista, no parece albergar ningún prodigio de creatividad
y sus responsables salen del paso cómo pueden.
Se me
ocurre que si las calles llevasen el nombre de determinados condumios o de productos alimenticios, la cosa
tendría más alcance en cuanto a la capacidad evocadora y daría que hablar a los
habitantes, orgullosos, por ejemplo, de vivir en la calle del Cocido o de tener
una tintorería en Ensalada esquina Boquerón.
¿Quedamos
en el bar de la plaza del Boniato? Se dirían los amigos.
Para
complacer a todo el mundo y darle una alegría a las arcas municipales, las
marcas más relevantes podrían patrocinar algunas calles. Poca cosa enorgullecería más a los
niños que vivir en el Paseo de la Nocilla o estar matriculados en la escuela de
la calle Donut.
Yo mismo
buscaría alojamiento en cualquier calle del barrio de los Guisos. En el pasaje
Fricandó o en la plaza del Pisto, la que limita con el barrio de las Salsas,
justo al lado de Allioli, entre Mostaza y Ketchup.
Tampoco le
haría ascos a un chalet pareado en Bonito o a unos bajos en Percebe, esquina
con McDonalds. O un ático en Calamar o un entresuelo en la lujosa avenida del
Caviar, tocando a la plaza de las Angulas.
La calle
Acelgas no es tan postinera, cierto, pero los huertos de sus humildes casitas
tienen mucho encanto.
Uno de mis
amigos vive en el paseo del vino de Rioja y otro, más perjudicado, en la Rambla
del Mono, entre Chinchón y Machaquito.
Mi anciana
madre está en la residencia de la plaza de la Verdura y mi hija pequeña
frecuenta el instituto de la calle Tofu, entre Soja y Algas, todo ello en el
moderno barrio de la Dietética.
El cambio en
la orientación de la política de denominación callejera daría un auge nuevo a
las ciudades y removería el hoy moribundo mercado inmobiliario. ¡Cuantos
ciudadanos se esforzarían por vivir en sana harmonía en la calle del Gazpacho!
¡Cuantos
chinos buscarían afanosamente un pisito en la zona del Pato!
Por mi
parte me permito recomendarles el barrio del Pescado, cerca del mar.
He visto
carteles de “se alquila” en Rape, en Caballa e incluso en Lenguado y un “loft”
de lo más americano en una calle de tanto prestigio como Lubina.
Si les
parece excesivo pueden echarle una mirada a la zona de Congelados, más barata
pero pelín incómoda en la estación fría.
Ya saben
donde encontrarme.
Pierre
Roca
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